El imponente silencio del solemne teatro se vio quebrado por la decidida entrada de aquella chica alta y morena de ojos vidriosos. En la inmensidad del teatro solo se oía el incesante eco de sus pasos. Coc, coc. Gritaban sus tacones con su soberbia típica latiente sobre los talones.
Llegó al pie del escenario y dejó sus cosas sobre el, apagó el cigarrillo, que siempre adornaba sus carnosos labios pintados de rojo. Comenzó a limpiar y ordenar el escenario para la función de esa noche. Al terminar se sentó en el escenario y se encendió un nuevo cigarro, estaba prohibido fumar en los teatros, lo sabía, pero para algo era suyo, era suyo como su cuerpo y sus pulmones, por eso se permitía arrojar sobre ellos la mierda que quisiera y fumar como un camionero. Además, como solía decir, todas las actrices tienen un vicio. Y ella adoraba fumar.
La pesada puerta del teatro se abrió, con tal estruendo que la sacó con rabia de su ensimismamiento. Dejó al descubierto la figura de un hermoso y fornido joven, de una musculatura perfecta. Y dicha musculatura ella y su lengua se la sabían de memorieta.
Fue hacia ella decidido y rudo, con los labios enfefrecidos de pasión, le arrancó el cigarrillo de los suyos, la tumbó sobre el escenario con su delicadeza habitual, es decir, ninguna. La besó y comenzó a desabrochar le el vestido. Ella estuvo a punto de decirle que parara, que la dejara, pero a ninguno de los dos les gustaba quedarse con la miel en los labios, preferían tener en los suyos los labios del otro. Así que se dejo llevar, como solía hacer con él.